Mi última tarde en Istanbul viví una de las experiencias más sensuales de mi vida: me bañé en un Hamam turco.
Cuando vemos los dibujos de cómo eran esos baños hace siglos, nos resulta casi imposible pensar que todavía existen con sus estructuras originales y que lo mismo que se hacía entonces se puede hacer ahora. Y en el mismo lugar.
El Hamam está en una zona bastante y cercana a la zona turística pero algo alejado de la zona más turística. Por esta razón me sorprendió ver que la carta de servicios estaba en inglés y en español -claro indicio de que los españoles debemos visitarlo con intensa frecuencia-.
Un poco perdida entré, pagué los servicios que quería recibir en el baño (a eso siempre te ayudan) y me adentré en la zona de mujeres: un espacio más bien circular repleto de sofás orientados al centro, de modo que podías ver a todas las mujeres allí sentadas y ellas a ti. La habitación estaba llena de mujeres descansando con un té u otra bebida en las manos. Eran la representación de lo que me imaginaba que encontraría en una hamam del siglo XVI, en el siglo XVI. Por lo que sentirme parte de ello en la actualidad ya resultaba muy interesante y excitante.
Ya en la entrada se respiraba ese tipo de descanso que transmite cierta indulgencia y despreocupación. Ropa medio abierta, medio cerrada; recogidos a punto de deshacerse, pies descalzos sobre los sofás...
Y en el medio, una fuente.
Allí recogí una toalla y subí a la parte de arriba a cambiarme. Al bajar de nuevo otra mujer me condujo a la zona de baños, al hamam propiamente dicho. Y lo que vi me maravilló.
Entre el vapor del agua caliente vi a varias mujeres desnudas tumbadas sobre la plataforma de mármol que domina el centro del hamam. A su lado, otras mujeres trabajaban sobre los cuerpos de algunas, primero repasando la espalda, el pecho, las piernas, los brazos... con una manopla rugosa; y luego repasándolo de nuevo con una pequeña toalla húmeda y empapada en jabón que se hinchaba como un globo y dejaba caer una abundante capa de espuma. Primero boca arriba y luego boca abajo.
Mientras, yo ya me había unido a ellas y descansaba sobre la plataforma esperando mi turno. Observándolas y disfrutando del cielo estrellado de la cúpula de mármol blanco del hamam.
Y me tocó a mí. Se me acercó una mujer medio desnuda que me indicó cómo debía colocarme sobre la plataforma para así facilitarle su trabajo. Una vez empezó ya sólo me dejé llevar.
Una de las sensaciones que más recuerdo es sentir la espuma cayendo sobre mí. Era como atravesar una nube caliente y que se fuera deshaciendo a medida que entraba en contacto con tu cuerpo con una cadencia deliciosa.
Cuando terminó de frotarme me dirigió con un ligero empujón hacia el surtidor del agua, también de mármol, y con un recipiente que llenaba continuamente de agua caliente me limpió completamente mientras yo permanecía sentada.
Para acabar, las dos piscinas del jacuzzi estaban esperándome en otra estancia cuyo techo abovedado era de piedra vista. Una maravilla.
Allí dejé pasar el tiempo hasta que decidí salir. Me di una última ducha, cambié la toalla por una seca y me uní al resto de mujeres en los sofás de la sala de madera del principio, con un té caliente en las manos.
Qué maravilla disfrutar de un espacio de tanta tranquilidad rodeada de otras mujeres. Es como si los secretos de la femineidad estuvieran allí ocultos y pujaran por ser descubiertos en las reuniones en el hamam.
viernes, 12 de febrero de 2010
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